«El museo que no debería existir». Así se autodefine el Museo de Arte Urbano Contemporáneo de Berlín, el primero en el mundo dedicado exclusivamente al arte urbano. Desde su inauguración, el pasado 16 de septiembre, Urban Nation (UN) no ha parado de generar polémica, principalmente porque su existencia se opone a la premisa de que el arte urbano pertenece a la calle, y como tal, no puede ser exhibido dentro del modelo tradicional de museo.
Aquellas expresiones artísticas que el término «arte urbano» (street art) pretende englobar —el grafiti, los murales, las calcomanías, el esténcil y el tagging— surgieron en Estados Unidos a finales de la década de los sesenta, como crítica a las definiciones y al elitismo artístico, que tienen precisamente casa en el museo como institución.
Yasha Young, la directora del museo, consciente de la paradoja, afirma que «aunque el arte urbano pertenece a la calle, su historia necesita una casa». UN no pretende traer la calle a habitar el espacio de la galería ni transformar la galería en una calle. En esencia, su misión es la misión de cualquier museo: presentar al público un catálogo general de la historia, el estado del arte urbano contemporáneo y sus mayores exponentes. Y es precisamente desde este ángulo que su trabajo deviene cuestionable.
Más de 150 artistas de diferentes nacionalidades fueron comisionados para producir piezas únicas. Las obras —diseñadas para encajar en los estándares arquitectónicos y conceptuales del museo— han sido divididas en diferentes períodos artísticos, abarcando —entre otros— el pop art, el artivismo, el modernismo y el realismo. Sin embargo, la llamada ‘casa de la historia del arte urbano’ omite decisivamente referirse a los orígenes del arte urbano y a su intrínseca relación con la cultura hip hop.
La exhibición construye una narrativa histórica que ignora que los precursores del arte urbano en América y Europa fueron jóvenes, en su mayoría hispanos y afroamericanos, que hicieron de la calle su hogar y usaron las estaciones del metro y las paredes de fábricas abandonadas, como lienzos y medio para demandar igualdad social e inclusión en las altas esferas culturales.
La relación del arte urbano con las negritudes es también borrada en el plano material. De los más de 150 artistas seleccionados para participar, solo uno, Faith47, proviene de África y otros seis de América Latina.
Promocionando la idea de una «nación urbana transnacional», y aclamando que el arte nunca debería «preguntar por un pasaporte, sino por un mensaje», el museo logra presentar exitosamente al público una visión ‘blanqueada’ del estado actual del street art. Bajo esta luz, el concepto de ‘nación urbana’ que el museo bosqueja aparece como una simple reverberación del mismo paisaje elitista, excluyente y colonial que pintan la mayoría de museos del mundo.
Es indudable que el patrimonio cultural urbano necesita un espacio permanente que lo proteja y promueva su historia y desarrollo. Sin embargo, la existencia de UN obliga a una pregunta determinante: ¿en la ‘casa’ del amo podrán alguna vez hablar libremente sus esclavos?